Desde la ciudad de Los Ángeles a San Francisco se tarda unas 6 horas en automóvil (615 km), y eso si no hay mucho tráfico. Pero alguien ha hecho una propuesta -denominada Hyperloop- con la que se conseguiría hacer el mismo recorrido en tan solo 35 minutos. Se trata de construir un enorme tubo presurizado por el que se deslizarían una serie de cápsulas a más de 1.000 kilómetros por hora. Por el momento, se busca financiación para realizar una prueba piloto.
La idea parece de ciencia ficción, un sueño de aquellos que muere cuando uno despierta. Pero en este caso, el soñador es Elon Musk, quien ha demostrado que sabe convertir los sueños en realidad.
A sus 12 años ya diseñaba videojuegos, y cuando salió de la universidad (estudió física) se encontró en plena fiebre dotcom. Se le ocurrió crear una empresa de servicios financieros online, que terminaría convirtiéndose nada menos que en PayPal. Su éxito es de sobras conocido y la compañía eBay la compró en 2002 por 1.500 millones de dólares.
Musk decidió embarcarse en dos nuevos proyectos que entrañaban un gran riesgo: Space X y Tesla Motors. Comencemos con el primero. Space X es una compañía cuya visión pasa por construir naves espaciales reutilizables. Aunque por el momento no ha conseguido este objetivo, pocos pensaban que sería capaz de construir una sola nave. Pero sí, ¡lo hizo! Por aquel tiempo el programa del transbordador de la NASA llegaba a su fin y la Estación Espacial Internacional ISS se iba a quedar sin una importante vía de suministro, a parte de la fiable Soyuz rusa.
En este contexto, Musk convenció a un grupo de inversores para adherirse a Space X y, posteriormente, la empresa se hizo con un contrato por 1.600 M$ con la NASA, que consistía en procurar 12 misiones de transporte de carga a la ISS. Esto fue una efeméride, ya que era la primera vez que una compañía privada conseguía hacerse con un servicio espacial de esta magnitud, algo que hasta entonces estaba reservado a organizaciones gubernamentales o a empresas participadas por estas. Incluso algunos afirman que Space X evitó patentar su tecnología, ya que recelaba de la propia NASA, que era su contratista pero también su competidor potencial.
En estas condiciones, la primera misión era clave para el éxito de todo el proyecto y para poder ganar la confianza de muchos actores escépticos, tanto a nivel técnico como de la Administración. Por fin, en marzo de 2013 se lanzó el cohete Falcon 9, que llevaba una cápsula de carga Dragon, con la misión de acoplarse a la estación ISS y suministrar equipos y alimento para la tripulación, para después regresar a la Tierra con residuos y material diverso.
El lanzamiento fue un éxito y todo parecía desarrollarse conforme al programa, pero cuando la Dragon alcanzó la órbita prevista, comenzó a desestabilizarse y desviarse; esto originó que, por un lado, sus paneles solares no pudieran enfocarse correctamente hacia el Sol, con la pérdida de energía correspondiente, y, por el otro, que la comunicación con la nave fuera deficiente por el continuo cambio de posición.
Saltaron las alarmas y el equipo de técnicos en la sala de control llegó a la conclusión de que probablemente algunas válvulas estaban bloqueadas por causas desconocidas. El tiempo corría en su contra y rápidamente escribieron código nuevo de software, con la intención de provocar incrementos y disminuciones súbitas de presión, aguas arriba del circuito, pensando que con esta agresiva acción las podrían desbloquear (algunos de nuestros lectores seguro que están familiarizados con esta situación).
Dados los problemas de comunicación, para poder transmitir el software a la nave se tuvieron que utilizar unas antenas de muy alta ganancia, prestadas urgentemente por la US Air Force. Después de 5 horas de agonía, se consiguió desbloquear una a una las válvulas, el control se restableció y la misión fue un éxito total. Posteriormente se averiguó que las válvulas tenían una minúscula desviación respecto a las especificaciones originales del suministrador. En cualquier caso, fue de un pelo que Space X no entrara en bancarrota y Musk terminara arruinado.
La otra empresa en la que se embarcó en el 2004 fue Tesla Motors. Aquí también eran pocos los que apostaron por el éxito; se trataba nada menos que de un fabricante que únicamente producía vehículos eléctricos, y encima un solo modelo de gama alta. Renault o General Motors, por ejemplo, saben lo difícil y arriesgado que es comercializar este tipo de vehículo en un mercado que todavía no ha desarrollado su potencial y que depende de la creación de un complejo ecosistema.
El modelo S de Tesla es un éxito rotundo en EE.UU. y el año pasado se vendieron más de 22.000 unidades; para el 2015 las previsiones apuntan a poder alcanzar los 50.000 vehículos, lo que no está nada mal. En términos económicos, la compañía vale en bolsa más de 30.000 millones de dólares, prácticamente la mitad del valor que tiene toda una General Motors.
La versión más básica del modelo S llega al usuario por unos 64.000$, una vez descontados los subsidios que favorecen al coche eléctrico en EE.UU. Las prestaciones técnicas son excelentes: velocidad máxima de 210 km/h, potencia de 416 HP (310 kW) y tiempo de aceleración de 4,2 segundos (entre 0 y 100 km). El chasis es ligero, totalmente fabricado en aluminio, con tecnología aportada por Space X. Pero uno de los méritos de Tesla consiste en superar el denominado rango de ansiedad del conductor, en cuanto a la limitación en autonomía que suelen tener los vehículos que utilizan únicamente baterías eléctricas. En este sentido, gracias a un generoso pack de acumuladores, el coche tiene autonomía para recorrer 500 km entre carga y carga. En la actualidad existen cerca de 80 estaciones de carga rápida en EE.UU. (20 minutos para el 50% de la capacidad) y 14 estaciones en Europa, estas últimas concentradas principalmente en Alemania y Noruega. Por supuesto, el vehículo también puede cargarse conectándolo a una base doméstica, pero es un proceso mucho más lento.
Pero en esta aventura el fracaso también ha estado muy cerca. Para Tesla todo iba viento en popa hasta el pasado mes de octubre, cuando en un accidente de tráfico, de los que usualmente no tienen consecuencias, a un vehículo modelo S se le incendió la batería. Las alarmas saltaron y el futuro de esta compañía de un solo producto se ensombreció repentinamente. Sus acciones en bolsa bajaron súbitamente; la empresa reaccionó en apenas una semana, aportando datos de seguridad comparativos con los vehículos de combustión interna e introduciendo pequeños cambios de mejora para aumentar la seguridad.
El público parece haber quedado convencido. Pero los planes de Musk son ambiciosos y pasan por lanzar un SUV eléctrico (denominado modelo X) a comienzos del 2015 y, en un horizonte más lejano, comercializar un coche más pequeño (denominado modelo E), con autonomía superior a 600 km y un precio de 35.000 $. Musk sabe que el talón de Aquiles del coche eléctrico es el coste de la batería, especialmente para los de menor tamaño, así que para conseguir economía de escala, ha decidido construir una “gigafábrica” de baterías de ion-litio. Su intención es que esté operativa en el 2016 y pueda llegar a producir 500.000 unidades en el 2020, con una inversión de 5.000 M$. La cifra no es baladí, ya que en el 2013 se produjeron en todo el mundo esa misma cantidad de baterías de este tipo.
Con esta estrategia de integración vertical, los de Tesla calculan que pueden ahorrar hasta un 30% del coste. La idea es ambiciosa, porque no se trata de suministrar únicamente a Tesla, sino de dar un paso adelante y ofrecer baterías de alto rendimiento a otros fabricantes de coches o al mercado de energía alternativa, que con la escala del proyecto quizá pueda transformar más de una industria por el camino.
Está claro que la evolución y el progreso pasa a veces por los grandes sueños con una dosis de riesgo también grande.
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