“Tengo que aconsejarle que no lo haga. Primero, no lo conseguirá y, segundo, aunque lo consiguiera, nadie lo iba a creer”. Estas fueron las escuetas palabras que Max Planck, el gran físico alemán que impulsó la revolución de la mecánica cuántica, dirigió a su colega Albert Einstein, ahora ya hace más de un siglo. De hecho, Einstein había sido uno de los primeros que apoyaron las ideas de Planck, además de contribuir a enriquecerlas con su propia teoría cuántica de la luz.
El comienzo del siglo XX iba a ser muy fértil para la ciencia. En 1905, Einstein ya había formulado su teoría de la relatividad especial, basada en tres dimensiones espaciales y una cuarta temporal. En síntesis, afirmaba que dos observadores, moviéndose a distinta velocidad, obtendrían medidas diferentes del tiempo; lo único que permanecía constante era la velocidad de la luz.
Sin embargo, Einstein sabía que su teoría aún no estaba completa, ya que estaba limitada por algunos factores. Por ejemplo, el hecho de que ambos observadores tuvieran que moverse a velocidades constantes. Así que aspiraba a conseguir una teoría general de la relatividad que tuviera en cuenta la aceleración, integrando la ley de la gravedad de Newton.
Se le ocurrió una genial idea para resolver esta cuestión: los objetos en caída libre siguen una línea recta a través del espacio-tiempo, pero la masa induce una curvatura en ese binomio. En este contexto, la gravedad es una distorsión del espacio-tiempo.
Esta idea es tan brillante como a veces difícil de imaginar. El físico norteamericano John Wheeler la expresó con estas palabras: el espacio-tiempo determina como la materia debe moverse; la materia determina como debe deformarse el espacio-tiempo.
Eisntein gestó su teoría general entre 1905 y 1915. Durante ese periodo, llegó un momento en que ya había conseguido completar el desarrollo conceptual, pero le faltaba encontrar la manera más óptima de formular matemáticamente esos conceptos. Sabía que no podía recurrir a la conocida geometría euclidiana, utilizada en su día por Newton, ni tampoco a otras alternativas ortodoxas. Precisamente, fue en ese tiempo de inquietud y búsqueda para poder formular todo aquello, cuando Max Planck le soltó aquella demoledora frase que se cita al comienzo de este artículo.
Pero Einstein no desfalleció y tuvo la fortuna de conocer a Marcel Grossmann, un matemático que estaba especializado en la por entonces exótica geometría de Riemann, orientada a describir superficies multidimensionales curvadas y solucionar problemas de topología diferencial. A partir de entonces, Einstein consiguió vehicular su marco conceptual en elegantes fórmulas que ya han quedado para la historia.
Con su teoría general ya desarrollada, Einstein se preparaba para exponer su novedoso planteamiento en el foro de la Academia Prusiana de Ciencias. No obstante, a medida que se acercaba aquel 25 de noviembre de 1915, fecha prevista para su conferencia, le preocupaba no poder ofrecer a los asistentes más que un conjunto de ecuaciones y un puñado de ejemplos elaborados con su propia imaginación, sin una experiencia directamente observable en el mundo real.
En aquellos días, se debatía un fenómeno para el que los astrónomos no encontraban una explicación. En sus telescopios observaban pequeñas desviaciones de trayectoria en la órbita de Mercurio, a su paso cercano al Sol, con respecto a lo que estipulaba la ley de Newton. A Einstein le llamó la atención ese debate y se percató de que aquella era su oportunidad; hizo comprobaciones y vio que, en efecto, la curvatura espacio-tiempo explicaba con precisión el comportamiento orbital de Mercurio. Este fue el ejemplo para su presentación en la Academia Prusiana de Ciencias, que constituyó todo un éxito.
Aunque brillante y rompedora, su teoría quedaba recluida a un círculo de expertos, lejos de generalizase al resto de la comunidad científica internacional. Para aumentar la divulgación de sus ideas, Einstein prosiguió en su búsqueda de más experiencias observables, en cuanto a la posición de distintas estrellas durante un eclipse solar.
Un impulso clave a su teoría le vino de la mano de Arthur Eddington, un reputado astrónomo inglés. El 29 de mayo de 1919 observó un eclipse solar total, desde la isla Príncipe, pudiendo constatar desviaciones de posición para determinadas estrellas de la constelación Tauros, en línea con las predicciones de Einstein.
Una vez publicada su observación, la teoría general de la relatividad se difundió con mayor amplitud. A título de curiosidad, Eddington asistió al poco tiempo de publicar su trabajo a un acto público, en donde alguien le profirió: usted es una de las tres personas en el mundo que entiende la teoría la relatividad general. A continuación, Eddington quedó enmudecido durante algunos segundos. Cuando se le dijo que su silencio era interpretado como un signo de modestia, el astrónomo hizo gala de su humor británico: ¡al contrario, estaba pensando quién podría ser esa tercera persona!
Por supuesto, Einstein era humano y también cometió errores. Durante el periodo de entreguerras, varios científicos sugirieron nuevas propuestas acerca del universo, inspiradas en las ecuaciones de la relatividad general. Una de ellas proclamaba que el universo está en continua expansión, algo que a Einstein no le convencía. Así que se le ocurrió añadir una constante a sus ecuaciones para conseguir establecer las condiciones que fijaran un tamaño limitado del universo. Más tarde, tuvo que retractarse, y retirar aquella constante.
De hecho, la búsqueda de peculiaridades o singularidades a la teoría general de la relatividad era un atractivo ejercicio en que se prodigaban muchos científicos, un fenómeno que afortunadamente es intrínseco al desarrollo de la ciencia. Una de ellas vino de la mano de Robert Oppenheimer en 1939, por entonces un desconocido físico en la universidad de Berkeley; sugirió que el espacio-tiempo podía llegar a deformarse tan intensamente como para que se generara una región en que ni tan siquiera la luz podría escapar. Ya en 1967, fue John Wheeler quién puso nombre a esa región: “agujero negro”. Oppenheimer publicó su artículo el día en que Alemania invadía Polonia, por lo que no se prestó mucha atención a la propuesta, hasta pasados unos años.
Curiosamente, la fama de Oppenheimer no le vino de aquel trabajo, sino de otra investigación que también guardaba relación con las ideas de Einstein. Aquellos eran tiempos agitados y el mismo Einstein había escrito una carta al presidente norteamericano Franklin Roosevelt, advirtiéndole de la importancia militar que podría tener la expresión E=mc2, en cuanto a la cantidad de energía que podía almacenar el núcleo de un átomo. Posteriormente, fue el mismo Oppenheimer y un grupo de científicos quienes desarrollaron esas letales implicaciones.
Pero volviendo a la teoría general de la relatividad, lo que impresiona de esas elegantes ecuaciones es que continúan proporcionando nuevos avances a la ciencia y sus fundamentos permanecen robustos todavía, después de que hayan transcurrido 100 años. Einstein se adelantó ostensiblemente a su tiempo y sus predicciones se van comprobando con el paso del tiempo, especialmente gracias al avance de los dispositivos de medida, que permiten detectar fenómenos cuando antes era inviable. En este sentido, la última iniciativa fue hace un par de semanas, en que la Agencia Espacial Europea lanzó al espacio el LISA Pathfinder, un artilugio con la misión de intentar detectar por primera vez las denominadas “ondas gravitatorias”, predichas en la teoría de Einstein.
Así que parece razonable pensar que a esas ecuaciones aún y les queda mucho por decir y explicar. Sin duda, guardan muchas sorpresas y son el mejor legado que Einstein nos ha podido dejar.
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